19/11/22

LA LLAVE - Mercedes Ridocci




Cuarto puesto de los 10 seleccionados en el Sexto concurso literario "Cuarto y mitad", organizado por la Biblioteca Municipal "Mario Vargas Llosa" de Madrid, la tertulia literaria "El escribidor" y el Mercado Barceló.
                                          

LA LLAVE




LA HIJA


Cansada de la inútil espera y ensordecida por el tic-tac estancado del reloj, la madre decide irse a la cama.

La ansiedad de lo que estaba por venir, provocaba el estado de alerta en el que la niña se sumía cada noche.

Quedamente, como queriendo entrar sin hacer ruido, iba llegando a sus oídos el llanto solitario y sumiso de la madre.

¿Qué podía hacer ella? Deseaba enormemente que cesara cuanto antes, pero no tenía la llave que cerrara el filón de esas lágrimas ¡Esa llave!, la niña lo sabía muy bien, estaba detenida en el bolsillo alegre de su padre.

Con los ojos muy abiertos, la mandíbula prieta, el pulso acelerado, esperaba la llegada del eco de esa llave entrando en la cerradura y la luz que desde el pasillo inundaba su habitación.

Entonces la doliente melodía dejaba de sonar. Volvía a reinar el zumbido metálico del silencio. Sus párpados caían rendidos y sus oídos se volvían sordos, adentrándose poco a poco en el mundo de los sueños infantiles.

Al día siguiente, la luz que entraba por las rendijas de la persiana despertaba a la niña y el aire le parecía nuevo, limpio e inmaculado.

Antes de levantarse le gustaba quedarse acurrucada en la cama, dejándose envolver por los sonidos cotidianos y tranquilizadores que desde la calle se filtraban a través de la ventana: el zumbido del motor de la furgoneta que abastecía a la frutería de enfrente, la conversación dicharachera de la dueña con los primeros compradores, el canto del jilguero de la vecina de al lado.

Como todas las mañanas, el olor a chocolate iba llenando la casa, entonces la niña se levantaba y se dirigía a la cocina. La madre la recibía con un cariñoso beso. Su rostro, inundado por la luz del nuevo día, parecía haber borrado toda huella de tristeza.

La niña desayunaba el tazón de chocolate que todos los días la madre le preparaba. Después se metía en el baño, impregnado aún del olor a la colonia que usaba el padre. Hacía ya un rato que se había ido a trabajar. Recordó la risa a flor de piel de su padre, su mano caliente y segura cuando la llevaba de paseo, su voz un poco ronca y dispuesta a la broma. Anheló que llegara el domingo, día en que el padre, las llevaba a merendar a un mesón situado en un bosque de pinos a las afueras de la ciudad. Allí se juntaban con otras familias. Los mayores cantaban y reían, los niños jugaban en el soportal. Entonces, la niña se sentía feliz.

Una vez aseada, salía del baño, cogía la cartera y dando otro beso a la madre, se dirigía al colegio.


LA MADRE


Solo la madre conocía la otra cara del padre, solo ella sabia lo que era el abandono.

A los demás, le mostraba su alegría, su amabilidad, su disponibilidad a la atención, a realizar cualquier tipo de favor.

Para el padre, su bienestar se encontraba en otro sitio, las ilusiones, los deseos, las largas esperas nocturnas de la madre, pasaban a un segundo plano.

La madre soñaba con un hombre que la atendiera, que, en las frías tardes de invierno, llegara a casa después del trabajo y se sentara a su lado mientras picaban cualquier cosa, hablando de lo acontecido durante el día o viendo un rato la televisión. Que, en los atardeceres de verano, la llevara a pasear al parque y que mientras la niña jugaba, ellos se tomarían, vigilantes desde el quiosco, un tinto de verano. Que se acostaran juntos cada noche y él la rodeara con sus brazos, empapándose de su olor hasta que el sueño los fuera arropando.

Cuando se casó con el padre, no sabía que él no estaría dispuesto a renunciar por nada del mundo a sus partidas interminables con los amigos, a sus rondas por los bares, a sus improvisadas y frecuentes cenas hasta altas horas de la noche.

Hoy sabe que nada cambiará, que el padre no llegará a ser el hombre que sueña.

Seguirá llorando todas las noches hasta que sienta el sonido de la llave girando en la cerradura.



EL PADRE


Antes de abrir la modesta peluquería, el padre ya había saludado a los dueños de la papelería de al lado y al ferretero de enfrente, con los cuales mantenía una relación de vecindad sostenida desde hacía muchos años.

Al padre, hombre comunicativo y amante de la plática, le gustaba su oficio. Le permitía conversar de fútbol, de política, y de todo lo que surgiera, con sus clientes.

En los ratos que no tenía a nadie en la peluquería, el padre leía el periódico, se paseaba de un lado a otro silbando cualquier melodía que le viniera a la cabeza, o salía a la puerta, saludando a unos y a otros hasta que aparecía otro cliente. Siempre estaba contento.

Al atardecer, cuando cerraba la peluquería, se iba al bar donde le esperaban sus amigos con el propósito de tomar un par de vasos, echar una partida, y retirarse pronto a casa.

Sin embargo, casi nunca era así. Una partida, llamaba a otra. Un vaso a otro. El gusanillo en el estómago, a la improvisada cena. La cena a un café. El café a una copa.

Poco a poco, el padre se había ido olvidando de la cena que le esperaba en casa, de la mujer que apesadumbrada le requería, de la niña que estaba deseando su beso de buenas noches.

Cuando el padre llegaba a casa y se acostaba junto a la madre, sentía su hipo convulso que poco a poco iba desapareciendo, y aunque a la mañana siguiente se sentiría un poco culpable y le juraría a la madre que hoy llegaría pronto a casa, los dos sabían que no sería así. Que habría que esperar al domingo para parecer una familia feliz.

Mercedes Ridocci









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